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miércoles, 21 de septiembre de 2011

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 25 de Septiembre de 2011

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 25 de Septiembre de 2011


MONICION DE ENTRADA
         Hermanos y hermanas, la Palabra que escucharemos este domingo es muy exigente y reveladora. Dios detesta la falsa religión. Decir que seguimos al Señor, es una falsedad, una hipocresía, si no obedecemos su voluntad y le seguimos humildemente, reflejando en nuestras vidas y por nuestras obras la misericordia que de él hemos recibido. Que la escucha de su Palabra y la comunión en el Pan de la vida, nos fortalezcan para vivir una vida de auténticos cristianos. Nos ponemos de pie y con el canto de entrada, recibimos al presbítero que nos preside.
             

MONICION PRIMERA LECTURA, Ezequiel 18, 25-28
         El profeta Ezequiel nos hace un fuerte llamado a la conversión. A asumir nuestra responsabilidad personal y dar testimonio de fe, practicando la justicia y el derecho. Escuchemos con atención.
        
MONICION SEGUNDA LECTURA,  Filipenses 2, 1-11
            San Pablo en la Carta a los Filipenses nos presenta hoy al Himno a la Kénosis como el modelo a seguir para vivir a plenitud el Evangelio. Salir del egoísmo y darnos cuenta de las necesidades de los demás. Escuchemos.

                    
MONICION AL EVANGELIO, Mateo 21, 28-32

            Todos necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados de hipocresía y reconocer el verdadero camino y la verdadera religión del amor que es Jesucristo. No desaprovechemos las gracias que Dios nos da hoy y dispongamos nuestro corazón a escuchar el Evangelio, entonando antes el aleluya.

Aleluya Jn 10, 27
Mis ovejas escuchan mi voz -dice el Señor-  y yo las conozco, y ellas me siguen

martes, 6 de septiembre de 2011

XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 11 de Septiembre de 2011

XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 11 de Septiembre de 2011

MONICION DE ENTRADA
            Hermanos y hermanas, el Padre de la misericordia, hoy nos reúne nuevamente en su amor para escuchar su Palabra y comer el verdadero Pan del cielo. Las lecturas de este día son un llamado apremiante del Señor a vivir en la misericordia, a perdonarnos unos a otros, tantas veces como sea necesario, sin buscar la venganza, porque los juicios hay que dejárselos a Dios. Así como el Señor nos ha perdonado a cada uno de nosotros, así debe cada uno perdonar a su prójimo honestamente y con generosidad. Iniciemos esta fiesta del perdón y la misericordia, entonando el canto de entrada para recibir al presbítero que nos preside la Eucaristía.

MONICION PRIMERA LECTURA, Eclesiástico 27,33-28, 9
         La violencia, la agresividad, el ofuscamiento y la venganza no tienen cabida en el corazón de quien ama a Dios. Escuchemos con atención esta Palabra del libro del Eclesiástico.

MONICION SEGUNDA LECTURA,  Romanos 14, 7-9
            San Pablo nos recuerda que toda nuestra vida y nuestra muerte están en manos de nuestro Dios. Cuando nuestro corazón se centra en esta verdad, aprendemos a vivir en Dios, que es misericordia y perdón infinitos. Escuchemos atentamente.

MONICION AL EVANGELIO, Mateo 18, 21-35
            El perdón ha de ser perfecto. Hasta 70 veces 7 nos dice el Señor que debemos perdonar, para significar con ello la perfección y completez del perdón que viene de Dios y ha de manifestarse entre nosotros con generosidad. Pongámonos en pie y entonemos el aleluya para dar entrada al Evangelio.

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Aleluya Jn 13, 34
Les doy un mandamiento nuevo -dice el Señor-: que se amen unos a otros, como yo les he amado.

lunes, 29 de agosto de 2011

BENEDICTO XVI SOBRE LA TEOLOGIA DE LA CRUZ EN LA PREDICACION DE SAN PABLO.


Queridos hermanos y hermanas:
En la experiencia personal de San Pablo hay un dato incontrovertible: mientras que al inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de él la razón de su vida y el motivo de su predicación. Entregó toda su vida por las almas (cf. 2 Co 12, 15), una vida nada tranquila, llena de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado central de la cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús murió realmente por todos; y la subjetividad: murió también por mí. En la cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.
Este amor San Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cf. Ga 2, 20) y de pecador se convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era "gracia", que todo brotaba de la muerte de Cristo y no de sus méritos, que por lo demás no existían. Así, el "evangelio de la gracia" se convirtió para él en la única forma de entender la cruz, no sólo el criterio de su nueva existencia, sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de ellas la salvación; y estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; y, por último, estaban ciertos grupos de herejes, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida.
Para San Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, San Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía sólo en el "poder de Dios" (cf. 1 Co 2, 1-5).
La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene escuchar de sus mismas palabras: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (...) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Co 1, 18-23).
Las primeras comunidades cristianas, a las que San Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.
San Pablo, con gran valentía, parece decir aquí que la apuesta es muy alta: para los judíos, la cruz contradice la esencia misma de Dios, que se manifestó con signos prodigiosos. Por tanto, aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es la razón. En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.
San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz.
Y esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de apátheia indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso habría recuperado luego su cuerpo para vivir como resucitado? "Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch 17, 32), le dijeron despectivamente los atenienses a San Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios encarnado. Todo el acontecimiento "Jesús de Nazaret" parecía estar marcado por la más total necedad y ciertamente la cruz era el aspecto más emblemático.
¿Pero por qué San Pablo, precisamente de esto, de la palabra de la cruz, hizo el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la cruz revela "el poder de Dios" (cf. 1 Co 1, 24), que es diferente del poder humano, pues revela su amor: "La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Co 1, 25). Nosotros, a siglos de distancia de San Pablo, vemos que en la historia ha vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.
El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó incluso en su carne, como lo testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual, que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de Jesús: "Él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza"" (2 Co 12, 9); y también: "Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte" (1 Co 1, 28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1, 4; 2, 20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para todos nosotros.
San Pablo ofreció una admirable síntesis de la teología de la cruz en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co5, 14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en nuestro favor (v.21), murió por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no imputándonos nuestras culpas (vv.18-20). Por este "ministerio de la reconciliación" toda esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1 Co 6, 20; 7, 23). Aquí se ve cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este "ministerio de la reconciliación", que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de la necedad del amor.
San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí".
http://multimedios.org/docs/d002129/

viernes, 26 de agosto de 2011

Orígenes de La Cañada de Urdaneta



Orígenes de La Cañada de Urdaneta
            La historia es la maestra de los pueblos, decía Cicerón. Ella permite que por el conocimiento cierto y la justa valoración del pasado los pueblos construyan su presente y se proyecten al futuro en un proceso dialéctico en el que el aprecio por la propia identidad refuerza la estructura socio-cultural y fomenta el desarrollo de los propios valores y el incremento de la autoestima como herramienta básica para la edificación de la libertad personal y las libertades sociales. En tal sentido la formación de la identidad local es un principio sine qua non para la edificación de la identidad nacional.
            Superando las rigurosas exigencias de la historiografía moderna y gracias a un tremendo y personal esfuerzo editorial, en 2003 el Dr. Luis Rincón Rubio publicó su libro “La Inmaculada Concepción de La Cañada”, obra sin precedentes en la región, en la cual por medio del estudio de la parroquia eclesiástica Inmaculada Concepción como una “unidad político administrativa básica en la Hispanoamérica colonial”, aborda los orígenes, estructura familiar y prácticas sociales de lo que hoy se conoce como La Cañada de Urdaneta, desde 1688 a 1838.
En tal sentido, uno de los más interesantes datos que aporta la obra se refiere al hecho de que la Cañada nunca fue fundada, sino que es el producto de un poblamiento continuo que se inició no mucho después de la fundación de Maracaibo. De hecho, el autor, con pruebas en mano, demuestra que ya para el año 1688 existían asentamientos humanos en la zona que ocupa La Cañada y que en un mapa de aquellos tiempos es referida como “la costa de los hatos de La Cañada”. De modo que la fecha del 8 de diciembre de 1752 que aparece en el escudo oficial del municipio como fecha de la fundación es absolutamente falsa. Nunca hubo una fundación de La Cañada, y mucho menos en una fecha tan tardía, ya que según la obra en referencia, casi un siglo antes de tal fecha, ya existían los primeros asentamientos humanos en el área, lo que significa que el proceso de poblamiento debió iniciarse a mediados del siglo XVII.
            Mediante esta obra, el autor ha puesto en manos de los cañaderos de hoy y del mañana un invaluable instrumento para el conocimiento de sus orígenes y la promoción de su identidad. Instrumento que deberíamos todos aprovechar, especialmente las autoridades civiles y educativas del municipio a fin de explotar en beneficio de la colectividad su valor histórico, cultural y educativo. Quizá mediante la publicación de una versión popular que pueda estar al alcance de todos y sea accesible también a las bibliotecas de aula y/o mediante la inclusión del nuevo conocimiento en los programas educativos de las escuelas, sobre todo en estos tiempos en que se habla de desarrollo endógeno y educación en la formación de la identidad local.
    
Alberto José Gutiérrez

martes, 23 de agosto de 2011

REFLEXION SOBRE EL EVANGELIO DE ESTE DOMINGO, 28 DE AGOSTO 2011

Carga con tu cruz, carga con tu historia.

Un cristianismo sin cruz, sin sufrimiento, es una entelequia, una ideología sin fundamento.
La consecución de la felicidad por la cruz está en el núcleo mismo de la fe. Seguir a Cristo negando la cruz es negarle a él y negarse a sí mismo. Más aún, un cristianismo que no sale de la “mismidad”, que no trasciende a las aspiraciones propias, no es más que una caricatura del Evangelio, aún cuando tales aspiraciones fueren legítimas, porque la cruz se convierte en un lugar vacío, sin sangre ni amor de Dios.
Uno de los puntos neurálgicos del pontificado de Benedicto XVI es su intensa predicación en contra del relativismo egoísta imperante en nuestros días, que pregona la felicidad sin dolor.
Con un llamado apremiante a descubrir que la existencia de un referente moral trascendente no depende de nuestras propias concepciones ideológicas, sino que existe “per se”, Benedicto XVI constantemente nos invita a descubrir que el amor de Dios rige más allá de filosofías políticas, sociales o culturales. Dicho de otro modo, Dios no es una creación humana y la felicidad no se opone al sufrimiento, porque la realización perfecta de las aspiraciones humanas trasciende a sólo esta vida y estas circunstancias.
            En la muy reciente Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid, el Papa fue muy enfático al gritar a los jóvenes, casi con angustia, que “no pasen de largo ante el sufrimiento humano”.
            Ese sufrimiento que se constata en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven miles de hermanos nuestros, quienes tienen un acceso marginal a los servicios básicos que garanticen en un mínimo la calidad de vida y que se traduce en hambre, desnudez, enfermedad; realidades ante las cuales nuestra indolencia es una bofetada a la caridad cristiana.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es mucho más que proclamarle Señor con la palabra o creer en el corazón que él es el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. La cruz no es sólo una realidad personal. En la cruz de Cristo, que es la nuestra, estamos clavados todos.
El seguimiento de Jesús es mucho más que una decisión y una realidad personal. Es una realidad eclesial. A Jesús se le sigue con la cruz en la Iglesia, cargando no sólo nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino, necesariamente, cargando la historia de nuestros hermanos, siendo solidarios con ellos, compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija.
Cargar la cruz y seguir a Cristo, siendo una iluminación de la fe, es una decisión de la voluntad libre que nos compromete con la humanidad toda. Por ello la cruz es el más ecuménico de todos los signos que la semiótica de Dios nos ha regalado, porque la cruz no es un misterio de tolerancia sino un misterio de amor, en cuyos brazos se dibuja la perfecta convivencia humana.
Reducir la cruz a un sentido meramente católico la hace ser excluyente. La cruz es un signo de humanidad.
Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos esta llamando a cargar nuestra historia y la de nuestro prójimo, a reconciliarnos con ella. Nos está llamando a mirar con amor y gratitud nuestra vida y la de nuestros hermanos y a ver en ellas la propia historia de salvación como un don del Padre bueno, cuya presencia se hace palpable por hechos concretos. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia personal es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un sentido salvífico.
Por Alberto Gutiérrez.

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 28 de Agosto de 2011


XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 28 de Agosto de 2011

MONICION DE ENTRADA
             El Dios de la vida nos vuelve a reunir en el Día del Señor para que celebremos la fe. Hoy Jesucristo nos sale al encuentro y nos anima a seguirlo, a poner nuestros pasos en sus huellas, y nos invita a superar nuestro egoísmo, cargando nuestra cruz, que no es otra cosa que asumir nuestra historia con gratitud y esperanza, viendo en ella la presencia amorosa de Dios Padre. Puestos de pie recibimos al Presidente de la Asamblea entonando el canto de entrada.

MONICION PRIMERA LECTURA  Jeremías 20, 7-9
         El profeta Jeremías es conquistado por Dios para anunciar su Palabra, misión que le genera burlas y afrentas, y por lo cual es tentado a abandonar su misión, pero no puede contener el fuego que lo abraza. Escuchemos con atención.

MONICION SEGUNDA LECTURA  Romanos 12, 1-2
            Presentarnos a nosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios junto con Cristo, constituye la esencia y el ejercicio del sublime sacerdocio bautismal cristiano. Escuchemos atentamente

MONICION AL EVANGELIO Mateo 16, 21-27
            Pedro quiere apartar a Jesús de la muerte, porque no cree en la resurrección y la gloria por la cruz. Jesús hace lo que enseña: pierde la vida para ganarla, dándole al sufrimiento un carácter redentor. Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio cantando el aleluya.

 Aleluya Cf. Ef 1, 17-18
El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama.

lunes, 22 de agosto de 2011

Felicidad en la solidaridad


Por Alberto Gutiérrez

Santos y filósofos, creyentes o no, poetas y artistas de todos los géneros y tendencias; y, aún las teorías políticas, hablan de la felicidad, cada uno de acuerdo a sus categorías, como un bien supremo, cuya posesión o disfrute sería la razón y el núcleo mismo de la existencia humana.
Sobre la felicidad se ha escrito tanto como sobre el ser humano mismo, hecho que permite presumir un marcado interés de la humanidad por develar, no sólo la significación y naturaleza de la felicidad, sino también la relación entre ella y la esencia humana. Generalmente, el concepto de felicidad se inscribe en el ámbito o esfera de lo espiritual o de lo que la temprana Psicología llamaría el alma, hoy la mente humana. Incluso la Biología y la Medicina han llegado a relacionar los estados de felicidad con la producción de ciertas hormonas que dan a la persona la sensación de bienestar, estableciendo una relación fisiológica con el estado de felicidad.
Comúnmente la felicidad es presentada como si ella fuese una realidad palpable y mensurable por categorías relativas a los verbos Ser o Estar. Así, las personas se refieren a ella con expresiones como “soy feliz” o “estoy feliz”, demostrando el carácter sustantivo y nunca adjetivo de la felicidad. Tal categorización es correcta, siempre y cuando estas expresiones reflejen un estado de balance interior que permite mantener un equilibrio emocional frente a las múltiples experiencias que se ha de vivir en el diario trajinar, ya sean estas experiencias positivas o negativas.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, evoca la felicidad como el fin o razón última de la existencia humana. Por otra parte, Pablo de Tarso dice que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, según lo cual tal conocimiento sería el fin último de la persona humana. De hecho, pareciera haber una relación proporcional entre el conocimiento de la verdad y el disfrute de la felicidad, de lo cual pudiera inferirse que el conocimiento de la verdad última y primera se equipara al logro de la felicidad en el sentido aristotélico.
             Bajo la óptica del Cristianismo y sin pretender ofrecer una definición absoluta, lo cual es misión harto difícil, la felicidad es un movimiento del espíritu humano dirigida a favorecer la convivencia entre las personas y fomentar el desarrollo de la especie. Ella pertenece, definitivamente, a la esfera de la sociabilidad de la persona y está en directa relación con la realidad del otro, de modo que no puede existir la felicidad sino en el sentido único de ser feliz con alguien más diferente de uno mismo, o por alguien más diferente del sí mismo. Esta es una verdad lapidaria que se enfrenta al espíritu de individualismo y egoísmo que se encierra, no sólo en tendencias personalistas, sino también en paradigmas de tipo social y político como los que promueve el capitalismo exacerbado, que exalta el individualismo recalcitrante atentando contra la solidaridad y que, en la práctica, hace casi imposible el ejercicio de la caridad a causa del dominio absolutista de la doctrina del mercado como regulador primario de las relaciones humanas. Allí radica fundamentalmente el fracaso del capitalismo como respuesta a la consecución de la felicidad de la persona y de los pueblos.
La felicidad, como estado de libertad de la conciencia, es un asunto relativo a la solidaridad, a la vida con y por el otro, de modo que es imposible ser feliz en soledad y aislamiento, excepto por la entrega espiritual al Otro por excelencia, que constituye la Verdad última y primera y que es el Alfa y la Omega: Jesucristo. Aquel que nos quiere en comunidad (no comunismo), en solidaridad y hermandad mediante el ejercicio de la caridad sea cual fuere el estado de vida, etnia, condición política, social o sexual en el que luchamos por llegar a la felicidad, que resulta ser Él mismo.