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lunes, 29 de agosto de 2011

BENEDICTO XVI SOBRE LA TEOLOGIA DE LA CRUZ EN LA PREDICACION DE SAN PABLO.


Queridos hermanos y hermanas:
En la experiencia personal de San Pablo hay un dato incontrovertible: mientras que al inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de él la razón de su vida y el motivo de su predicación. Entregó toda su vida por las almas (cf. 2 Co 12, 15), una vida nada tranquila, llena de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado central de la cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús murió realmente por todos; y la subjetividad: murió también por mí. En la cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.
Este amor San Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cf. Ga 2, 20) y de pecador se convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era "gracia", que todo brotaba de la muerte de Cristo y no de sus méritos, que por lo demás no existían. Así, el "evangelio de la gracia" se convirtió para él en la única forma de entender la cruz, no sólo el criterio de su nueva existencia, sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de ellas la salvación; y estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; y, por último, estaban ciertos grupos de herejes, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida.
Para San Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, San Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía sólo en el "poder de Dios" (cf. 1 Co 2, 1-5).
La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene escuchar de sus mismas palabras: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (...) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Co 1, 18-23).
Las primeras comunidades cristianas, a las que San Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.
San Pablo, con gran valentía, parece decir aquí que la apuesta es muy alta: para los judíos, la cruz contradice la esencia misma de Dios, que se manifestó con signos prodigiosos. Por tanto, aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es la razón. En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.
San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz.
Y esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de apátheia indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso habría recuperado luego su cuerpo para vivir como resucitado? "Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch 17, 32), le dijeron despectivamente los atenienses a San Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios encarnado. Todo el acontecimiento "Jesús de Nazaret" parecía estar marcado por la más total necedad y ciertamente la cruz era el aspecto más emblemático.
¿Pero por qué San Pablo, precisamente de esto, de la palabra de la cruz, hizo el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la cruz revela "el poder de Dios" (cf. 1 Co 1, 24), que es diferente del poder humano, pues revela su amor: "La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Co 1, 25). Nosotros, a siglos de distancia de San Pablo, vemos que en la historia ha vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.
El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó incluso en su carne, como lo testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual, que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de Jesús: "Él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza"" (2 Co 12, 9); y también: "Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte" (1 Co 1, 28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1, 4; 2, 20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para todos nosotros.
San Pablo ofreció una admirable síntesis de la teología de la cruz en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co5, 14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en nuestro favor (v.21), murió por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no imputándonos nuestras culpas (vv.18-20). Por este "ministerio de la reconciliación" toda esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1 Co 6, 20; 7, 23). Aquí se ve cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este "ministerio de la reconciliación", que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de la necedad del amor.
San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí".
http://multimedios.org/docs/d002129/

viernes, 26 de agosto de 2011

Orígenes de La Cañada de Urdaneta



Orígenes de La Cañada de Urdaneta
            La historia es la maestra de los pueblos, decía Cicerón. Ella permite que por el conocimiento cierto y la justa valoración del pasado los pueblos construyan su presente y se proyecten al futuro en un proceso dialéctico en el que el aprecio por la propia identidad refuerza la estructura socio-cultural y fomenta el desarrollo de los propios valores y el incremento de la autoestima como herramienta básica para la edificación de la libertad personal y las libertades sociales. En tal sentido la formación de la identidad local es un principio sine qua non para la edificación de la identidad nacional.
            Superando las rigurosas exigencias de la historiografía moderna y gracias a un tremendo y personal esfuerzo editorial, en 2003 el Dr. Luis Rincón Rubio publicó su libro “La Inmaculada Concepción de La Cañada”, obra sin precedentes en la región, en la cual por medio del estudio de la parroquia eclesiástica Inmaculada Concepción como una “unidad político administrativa básica en la Hispanoamérica colonial”, aborda los orígenes, estructura familiar y prácticas sociales de lo que hoy se conoce como La Cañada de Urdaneta, desde 1688 a 1838.
En tal sentido, uno de los más interesantes datos que aporta la obra se refiere al hecho de que la Cañada nunca fue fundada, sino que es el producto de un poblamiento continuo que se inició no mucho después de la fundación de Maracaibo. De hecho, el autor, con pruebas en mano, demuestra que ya para el año 1688 existían asentamientos humanos en la zona que ocupa La Cañada y que en un mapa de aquellos tiempos es referida como “la costa de los hatos de La Cañada”. De modo que la fecha del 8 de diciembre de 1752 que aparece en el escudo oficial del municipio como fecha de la fundación es absolutamente falsa. Nunca hubo una fundación de La Cañada, y mucho menos en una fecha tan tardía, ya que según la obra en referencia, casi un siglo antes de tal fecha, ya existían los primeros asentamientos humanos en el área, lo que significa que el proceso de poblamiento debió iniciarse a mediados del siglo XVII.
            Mediante esta obra, el autor ha puesto en manos de los cañaderos de hoy y del mañana un invaluable instrumento para el conocimiento de sus orígenes y la promoción de su identidad. Instrumento que deberíamos todos aprovechar, especialmente las autoridades civiles y educativas del municipio a fin de explotar en beneficio de la colectividad su valor histórico, cultural y educativo. Quizá mediante la publicación de una versión popular que pueda estar al alcance de todos y sea accesible también a las bibliotecas de aula y/o mediante la inclusión del nuevo conocimiento en los programas educativos de las escuelas, sobre todo en estos tiempos en que se habla de desarrollo endógeno y educación en la formación de la identidad local.
    
Alberto José Gutiérrez

martes, 23 de agosto de 2011

REFLEXION SOBRE EL EVANGELIO DE ESTE DOMINGO, 28 DE AGOSTO 2011

Carga con tu cruz, carga con tu historia.

Un cristianismo sin cruz, sin sufrimiento, es una entelequia, una ideología sin fundamento.
La consecución de la felicidad por la cruz está en el núcleo mismo de la fe. Seguir a Cristo negando la cruz es negarle a él y negarse a sí mismo. Más aún, un cristianismo que no sale de la “mismidad”, que no trasciende a las aspiraciones propias, no es más que una caricatura del Evangelio, aún cuando tales aspiraciones fueren legítimas, porque la cruz se convierte en un lugar vacío, sin sangre ni amor de Dios.
Uno de los puntos neurálgicos del pontificado de Benedicto XVI es su intensa predicación en contra del relativismo egoísta imperante en nuestros días, que pregona la felicidad sin dolor.
Con un llamado apremiante a descubrir que la existencia de un referente moral trascendente no depende de nuestras propias concepciones ideológicas, sino que existe “per se”, Benedicto XVI constantemente nos invita a descubrir que el amor de Dios rige más allá de filosofías políticas, sociales o culturales. Dicho de otro modo, Dios no es una creación humana y la felicidad no se opone al sufrimiento, porque la realización perfecta de las aspiraciones humanas trasciende a sólo esta vida y estas circunstancias.
            En la muy reciente Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid, el Papa fue muy enfático al gritar a los jóvenes, casi con angustia, que “no pasen de largo ante el sufrimiento humano”.
            Ese sufrimiento que se constata en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven miles de hermanos nuestros, quienes tienen un acceso marginal a los servicios básicos que garanticen en un mínimo la calidad de vida y que se traduce en hambre, desnudez, enfermedad; realidades ante las cuales nuestra indolencia es una bofetada a la caridad cristiana.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es mucho más que proclamarle Señor con la palabra o creer en el corazón que él es el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. La cruz no es sólo una realidad personal. En la cruz de Cristo, que es la nuestra, estamos clavados todos.
El seguimiento de Jesús es mucho más que una decisión y una realidad personal. Es una realidad eclesial. A Jesús se le sigue con la cruz en la Iglesia, cargando no sólo nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino, necesariamente, cargando la historia de nuestros hermanos, siendo solidarios con ellos, compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija.
Cargar la cruz y seguir a Cristo, siendo una iluminación de la fe, es una decisión de la voluntad libre que nos compromete con la humanidad toda. Por ello la cruz es el más ecuménico de todos los signos que la semiótica de Dios nos ha regalado, porque la cruz no es un misterio de tolerancia sino un misterio de amor, en cuyos brazos se dibuja la perfecta convivencia humana.
Reducir la cruz a un sentido meramente católico la hace ser excluyente. La cruz es un signo de humanidad.
Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos esta llamando a cargar nuestra historia y la de nuestro prójimo, a reconciliarnos con ella. Nos está llamando a mirar con amor y gratitud nuestra vida y la de nuestros hermanos y a ver en ellas la propia historia de salvación como un don del Padre bueno, cuya presencia se hace palpable por hechos concretos. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia personal es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un sentido salvífico.
Por Alberto Gutiérrez.

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 28 de Agosto de 2011


XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 28 de Agosto de 2011

MONICION DE ENTRADA
             El Dios de la vida nos vuelve a reunir en el Día del Señor para que celebremos la fe. Hoy Jesucristo nos sale al encuentro y nos anima a seguirlo, a poner nuestros pasos en sus huellas, y nos invita a superar nuestro egoísmo, cargando nuestra cruz, que no es otra cosa que asumir nuestra historia con gratitud y esperanza, viendo en ella la presencia amorosa de Dios Padre. Puestos de pie recibimos al Presidente de la Asamblea entonando el canto de entrada.

MONICION PRIMERA LECTURA  Jeremías 20, 7-9
         El profeta Jeremías es conquistado por Dios para anunciar su Palabra, misión que le genera burlas y afrentas, y por lo cual es tentado a abandonar su misión, pero no puede contener el fuego que lo abraza. Escuchemos con atención.

MONICION SEGUNDA LECTURA  Romanos 12, 1-2
            Presentarnos a nosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios junto con Cristo, constituye la esencia y el ejercicio del sublime sacerdocio bautismal cristiano. Escuchemos atentamente

MONICION AL EVANGELIO Mateo 16, 21-27
            Pedro quiere apartar a Jesús de la muerte, porque no cree en la resurrección y la gloria por la cruz. Jesús hace lo que enseña: pierde la vida para ganarla, dándole al sufrimiento un carácter redentor. Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio cantando el aleluya.

 Aleluya Cf. Ef 1, 17-18
El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama.

lunes, 22 de agosto de 2011

Felicidad en la solidaridad


Por Alberto Gutiérrez

Santos y filósofos, creyentes o no, poetas y artistas de todos los géneros y tendencias; y, aún las teorías políticas, hablan de la felicidad, cada uno de acuerdo a sus categorías, como un bien supremo, cuya posesión o disfrute sería la razón y el núcleo mismo de la existencia humana.
Sobre la felicidad se ha escrito tanto como sobre el ser humano mismo, hecho que permite presumir un marcado interés de la humanidad por develar, no sólo la significación y naturaleza de la felicidad, sino también la relación entre ella y la esencia humana. Generalmente, el concepto de felicidad se inscribe en el ámbito o esfera de lo espiritual o de lo que la temprana Psicología llamaría el alma, hoy la mente humana. Incluso la Biología y la Medicina han llegado a relacionar los estados de felicidad con la producción de ciertas hormonas que dan a la persona la sensación de bienestar, estableciendo una relación fisiológica con el estado de felicidad.
Comúnmente la felicidad es presentada como si ella fuese una realidad palpable y mensurable por categorías relativas a los verbos Ser o Estar. Así, las personas se refieren a ella con expresiones como “soy feliz” o “estoy feliz”, demostrando el carácter sustantivo y nunca adjetivo de la felicidad. Tal categorización es correcta, siempre y cuando estas expresiones reflejen un estado de balance interior que permite mantener un equilibrio emocional frente a las múltiples experiencias que se ha de vivir en el diario trajinar, ya sean estas experiencias positivas o negativas.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, evoca la felicidad como el fin o razón última de la existencia humana. Por otra parte, Pablo de Tarso dice que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, según lo cual tal conocimiento sería el fin último de la persona humana. De hecho, pareciera haber una relación proporcional entre el conocimiento de la verdad y el disfrute de la felicidad, de lo cual pudiera inferirse que el conocimiento de la verdad última y primera se equipara al logro de la felicidad en el sentido aristotélico.
             Bajo la óptica del Cristianismo y sin pretender ofrecer una definición absoluta, lo cual es misión harto difícil, la felicidad es un movimiento del espíritu humano dirigida a favorecer la convivencia entre las personas y fomentar el desarrollo de la especie. Ella pertenece, definitivamente, a la esfera de la sociabilidad de la persona y está en directa relación con la realidad del otro, de modo que no puede existir la felicidad sino en el sentido único de ser feliz con alguien más diferente de uno mismo, o por alguien más diferente del sí mismo. Esta es una verdad lapidaria que se enfrenta al espíritu de individualismo y egoísmo que se encierra, no sólo en tendencias personalistas, sino también en paradigmas de tipo social y político como los que promueve el capitalismo exacerbado, que exalta el individualismo recalcitrante atentando contra la solidaridad y que, en la práctica, hace casi imposible el ejercicio de la caridad a causa del dominio absolutista de la doctrina del mercado como regulador primario de las relaciones humanas. Allí radica fundamentalmente el fracaso del capitalismo como respuesta a la consecución de la felicidad de la persona y de los pueblos.
La felicidad, como estado de libertad de la conciencia, es un asunto relativo a la solidaridad, a la vida con y por el otro, de modo que es imposible ser feliz en soledad y aislamiento, excepto por la entrega espiritual al Otro por excelencia, que constituye la Verdad última y primera y que es el Alfa y la Omega: Jesucristo. Aquel que nos quiere en comunidad (no comunismo), en solidaridad y hermandad mediante el ejercicio de la caridad sea cual fuere el estado de vida, etnia, condición política, social o sexual en el que luchamos por llegar a la felicidad, que resulta ser Él mismo.

jueves, 11 de agosto de 2011

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI en la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María


15 de agosto de 2007, Fuente: Zenit


 Queridos hermanos y hermanas:

            En su gran obra «La ciudad de Dios», san Agustín dice en una ocasión que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor de Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio de los demás. Esta misma interpretación de la historia, como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí, estos dos amores, aparecen en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo, fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante de poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
            En el momento en el que san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón se materializaba en el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar, político, propagandístico del imperio romano era tal que ante él la Iglesia daba la impresión de ser una mujer indefensa, sin posibilidad de supervivencia, y mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que parecía capaz de todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer indefensa, no venció el egoísmo ni el odio; venció el amor de Dios y el imperio romano se abrió a la fe cristiana.
            Las palabras de la Sagrada Escritura trascienden siempre el momento histórico. De este modo, este dragón no sólo hace referencia al poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino a las dictaduras materialistas anticristianas de todos los períodos. Vemos cómo se materializa de nuevo este poder, esta fuerza del dragón rojo, en las grandes dictadoras del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el poder, penetraban todos los rincones. Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante este dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, la Iglesia. Pero, en realidad, también en este caso al final el amor fue más fuerte que el odio.
            También hoy existe el dragón, de maneras nuevas, diferentes. Existe en la forma de las ideologías materialistas que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir con los mandamientos de Dios; es algo del pasado. Lo único que vale la pena es vivir la vida. Sacar de este breve momento de la vida todo lo que se puede vivir. Sólo vale el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así tenemos que vivir. Y de nuevo parece absurdo, imposible, oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Hoy parece imposible seguir pensando en un Dios que ha creado al hombre y que se ha hecho niño y que sería el auténtico dominador del mundo. También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que quien vence es el amor y no el egoísmo.
            Tras considerar las diferentes configuraciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies, rodeada de doce estrellas. Esta imagen también es multidimensional.
            Un primer significado, sin duda, es la Virgen, María vestida de sol, es decir de Dios; María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios. Circunda de doce estrellas, es decir, de las doce tribus de Israel, de todo el Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos y, a sus pies, la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad. María ha dejado tras de sí la muerte; está totalmente vestida de vida, ha sido elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios y de este modo, en la gloria, tras haber superado la muerte, nos dice: «Ánimo, ¡al final vence el amor!. Mi vida consistía en decir: “Soy la sierva de Dios”. Mi vida era entrega de mí misma por Dios y por el prójimo. Y esta vida de servicio ahora llega en la auténtica vida. Tened confianza, tened el valor de vivir así también vosotros, contra todas las amenazas del dragón». Este es el primer significado de la mujer que María ha llegado a ser. La «mujer vestida de sol» es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios. Gran signo de consuelo.

            Pero, además, esta mujer que sufre, que tiene que huir, que da a luz con un grito de dolor, es también la Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las generaciones tiene que volver a dar a luz a Cristo, llevarle al mundo con gran dolor en este mundo que sufre. En todos los tiempos es perseguida, vive casi en el desierto perseguida por el dragón. Pero, en todos los tiempos, la Iglesia, el Pueblo de Dios, vive también de la luz de Dios y es alimentado, como dice el Evangelio, por Dios, alimentado con el pan de la santa Eucaristía. De este modo, en toda tribulación, en todas las diferentes situaciones de la Iglesia a través de los tiempos, en las diferentes partes del mundo, vence sufriendo. Y es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
            También hoy vemos ciertamente que el dragón quiere devorar al Dios hecho niño. No tengáis miedo por este Dios aparentemente débil. La lucha ya ha sido superada. También hoy este Dios débil es fuerte: es la verdadera fuerza. Y de este modo, la fiesta de la Asunción, es una invitación a tener confianza en Dios y a imitar a María en lo que ella misma dijo: «Soy la sierva del Señor, me pongo a disposición del Señor». Esta es la lección: seguir su camino, dar nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente de este modo nos ponemos en el camino del amor que significa perderse, pero un perderse que en realidad es el único camino para encontrarse verdaderamente, para encontrar la auténtica vida.
            Contemplemos a María, subida al cielo. Dejémonos alentar en la fe y en la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil, es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y digamos con Isabel: «Bendita tú eres entre la mujeres». «Te imploramos con toda la Iglesia: santa María, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»


MONICIONES PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN (15 de agosto)

MONICION DE ENTRADA
             Hoy, la Iglesia celebra con gozo la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María. Es la fiesta de la Madre de Dios, Madre nuestra y Madre de la Iglesia, elevada al cielo. Ella, que supo abrirse totalmente a Dios,  que fue dócil respondiendo con  un “si” a su vocación, que lo alabó con su Magnificat, es glorificada y asociada a la victoria de su Hijo. La llena de gracia, es ahora la llena de gloria, modelo de nuestra esperanza. Nos ponemos de pie y con el canto de entrada recibimos al presbítero y a los ministros que nos sirven en esta Santa Eucaristía.

MONICION PRIMERA LECTURA  Isaías 22, 19-23      
               
            La mujer gloriosa y misteriosa, que lucha por defender la vida, en el pasaje del Apocalipsis que escucharemos a continuación es María ciertamente; pero también es figura de la Iglesia, que camina hacia la gloria, luchando por sus hijos. Escuchemos con atención.

MONICION SEGUNDA LECTURA  Romanos 11, 33-36         

         Adán nos heredó el pecado y la muerte, Cristo cargo con nuestras culpas en la cruz y nos gano la resurrección y la vida. La Asunción de María nos abre la esperanza a la liberación total. Escuchemos atentamente

MONICION AL EVANGELIO San Mateo 16, 13-20
           
         María e Isabel, se encuentran en la fe, el amor, la alegría y la gratitud por los niños que llevan en su seno: al Precursor y al Salvador. Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, cantando con alegría el Aleluya.
ALELUYA
María ha sido llevada al cielo,  se alegra el ejército de los ángeles.

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A, 14 de agosto 2011




MONICION DE ENTRADA
             Hermanos, al celebrar hoy el vigésimo domingo del tiempo ordinario, la Palabra nos ilumina sobre la universalidad del amor de Dios y la fidelidad que él tiene a su promesa y a la vocación a la que nos ha llamado. El amor de Dios no pasa y él no se arrepiente de llamarnos  a su servicio. Comamos el Pan de la Eucaristía y escuchemos la Palabra de Dios, en la certeza de que el Señor escucha nuestra oración y suple nuestras necesidades.  Con gozo entonemos el canto de entrada y recibamos al presbítero y a los ministros que nos sirven en esta fiesta dominical.

MONICION PRIMERA LECTURA  Isaías 56, 1. 6-7      
            En esta Palabra del Profeta Isaías el Señor nos revela que su misericordia abarca a toda la humanidad y que el no hace excepción de personas. Escuchemos atentamente.

MONICION SEGUNDA LECTURA  Romanos 119 13-15. 29-32     Hermanos y hermanas, El Apóstol San Pablo nos enseña que el Señor no se arrepiente de su amor y de su elección y continuamente renueva su llamada a seguirle. Escuchemos.

MONICION AL EVANGELIO San Mateo 15,21-28
            En el Evangelio que vamos a escuchar a continuación el Señor nos ilumina sobre el poder de la fe. Pedir con fe y esperar en la Misericordia del Señor es la clave de la vida cristiana. Nos ponemos de pie y entonando el aleluya, damos entrada a la proclamación de la Buena Nueva.



Aleluya Mt 4, 23
Jesús proclamaba el Evangelio del reino, curando las dolencias del pueblo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

El perdón en la dimensión de la cruz

 Por Alberto Gutiérrez

 Todos cargamos con un sinnúmero de dificultades, con un balance histórico muchas veces negativo en el que los pesares, los desengaños, los fracasos y los desamores generalmente tienen un peso específico superior al de nuestros triunfos y alegrías. Y no es que seamos perdedores por naturaleza, sino que la propia experiencia humana nos somete a un cúmulo de situaciones negativas que de una u otra forma hacen eco en nuestro modo de ver y de actuar socialmente. Ese balance ha ido poco a poco marcando la orientación de nuestra vida y dejando huellas en ella, muchas veces imperceptibles de forma corriente, pero que constituyen la estructura de lo que en palabras cristianas llamaríamos "nuestra propia cruz".
            Todos, sin alguna excepción, arrastramos una cruz personalísima en el camino de nuestra vida, la cual se convierte en el lugar de nuestro sufrimiento histórico; y porque es muy difícil cargarla, algunas veces imposible, hay tiempos en que tiramos de ella por la vida con gran escándalo y a la vista de todos, porque no podemos siquiera intentar levantarla con dignidad y decoro. Son los momentos en que, agotados por el peso de la cruz, renegamos de ella y hasta llegamos a odiarla. Son momentos, días o años de gran confusión espiritual en la vida, porque ante su martirio constante empezamos a ignorar la cruz, a negarla, y con ello sólo conseguimos hacerla mas pesada. Y es precisamente esa situación la que nos hace caer ante la mirada seductora del pecado y regodearnos en él. Es nuestra propia historia de carencias y debilidades humanas, afectivas, sicológicas, educacionales, etc., la que nos hace más proclives al pecado, al rompimiento con el otro y que nos lleva en no pocos casos a convertirnos en acusadores, jueces y carceleros del prójimo.

Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos esta llamando a cargar nuestra historia, a reconciliarnos con ella. Nos está llamando a mirar con amor nuestra vida y ver en ella la propia historia de salvación que nos ha tocado vivir. Una historia en la que la presencia de Dios esta manifiesta de múltiples formas. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia personal es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un real sentido salvífico.
            Con harta frecuencia renegamos del peso de nuestra historia, especialmente en los momentos de mayor debilidad y cuando las pruebas a nuestra resistencia se hacen mas exigentes. Muchas veces hemos deseado dejar atrás nuestra cruz y olvidarnos de ella, porque se nos ha convertido en una cruz laica, sin sangre ni amor de Dios. Y es algo muy lógico, una cruz sin Cristo es patética, frustrante y aniquiladora. Una cruz pesada y sola, no tiene sentido.
            Sólo recostando a Cristo sobre nuestra cruz esta se hace liviana, porque de esa forma nuestra cruz es asimilada por la Cruz de Cristo. Y es que Cristo no murió en su propia cruz, sino en la nuestra, en la de cada uno. Por ello la Cruz de Cristo es el lugar de encuentro de todas las cruces de todos los seres humanos a través de toda la historia. Es el lugar en el que todas las miserias humanas han sido reunidas para ser sanadas, para ser perdonadas. Es el lugar de la reconciliación consigo mismo y con el otro. Es en la Cruz de Cristo donde definitivamente podemos encontrar sentido al perdón, porque ella es la fuente inagotable de la misericordia, porque allí el perdón recibe dimensiones de eternidad, la solidez y profundidad que la pura buena voluntad humana no puede darle, porque pasar de la experiencia del rechazo visceral entre dos personas a la reconciliación honesta, transparente y sincera requiere mucho mas que la simple actitud natural de la persona.
            Lograr que el perdón sea autentico, requiere la aniquilación de las huellas del dolor sufrido a causa de la ofensa recibida. No hay otra forma. Cuando se esta dispuesto a perdonar, definitivamente se esta dispuesto a olvidar. Quien pide perdón y quien lo otorga se sitúan en el medio de una confrontación  en la esencia de la voluntad misma, mucho más cuando el daño causado ha sido de gran envergadura. Por eso pedir perdón requiere el ejercicio de un acto de valentía apoyada en el amor en la dimensión de la Cruz de Cristo.

MONICIONES DOMINGO XIX- TIEMPO ORDINARIO - CICLO A - 7 de Agosto 2011

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A, 7 de agosto 2011

MONICION DE ENTRADA
            Hermanos y hermanas: Nosotros vivimos en un tiempo difícil, rodeados de ruidos que nos distraen de la voluntad de Dios. El lujo, la comodidad, la superficialidad y la búsqueda de lo nuevo y espectacular, así como las múltiples dificultades, problemas y tragedias con mucha frecuencia nos alejan de la verdadera presencia de Dios, que es silencio, ternura infinita y compasión. Hoy el Señor nos llama a no tener miedo y no mirarnos a nosotros mismos sino fijar nuestros ojos en él, fuente de la fe que nos da la seguridad para caminar sobre las aguas de las tempestades que nos separan de su amor. Qué la celebración de la Eucaristía y la escucha de la Palabra, nos afinen el espíritu y la voluntad para dejarnos guiar por la suave brisa de Dios, nuestro Padre. Nos ponemos de pie y entonando el canto de entrada, damos inicio a nuestra fiesta dominical.

MONICION PRIMERA LECTURA  1 Rey 19,9.11-13     
            Dios se manifiesta al profeta Elías, en una suave brisa, símbolo de la intimidad que mantiene con el y a la cual también nosotros estamos llamados. Escuchemos.

MONICION SEGUNDA LECTURA  Rm 9,1-5
            San Pablo da un ejemplo heroico, de amor salvífico hacia sus compatriotas, los judíos, que han rechazado a Cristo. Nadie debe estar excluido, de nuestra preocupación por la evangelización. Escuchemos atentamente.

MONICION AL EVANGELIO San Mateo 14,22-33
            El desconcierto inicial de los discípulos, se convierte al final en reconocimiento de Jesús, como Hijo de Dios. Reconocimiento que nos hace salir de nuestros propios miedos, para apoyarnos en la fe, que nos hace caminar sobre las aguas. Puestos en pie, entonamos el aleluya para dar entrada al Evangelio.


Aleluya Cf. Sal 129, 5
Espero en el Señor, espero en su palabra.