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martes, 23 de agosto de 2011

REFLEXION SOBRE EL EVANGELIO DE ESTE DOMINGO, 28 DE AGOSTO 2011

Carga con tu cruz, carga con tu historia.

Un cristianismo sin cruz, sin sufrimiento, es una entelequia, una ideología sin fundamento.
La consecución de la felicidad por la cruz está en el núcleo mismo de la fe. Seguir a Cristo negando la cruz es negarle a él y negarse a sí mismo. Más aún, un cristianismo que no sale de la “mismidad”, que no trasciende a las aspiraciones propias, no es más que una caricatura del Evangelio, aún cuando tales aspiraciones fueren legítimas, porque la cruz se convierte en un lugar vacío, sin sangre ni amor de Dios.
Uno de los puntos neurálgicos del pontificado de Benedicto XVI es su intensa predicación en contra del relativismo egoísta imperante en nuestros días, que pregona la felicidad sin dolor.
Con un llamado apremiante a descubrir que la existencia de un referente moral trascendente no depende de nuestras propias concepciones ideológicas, sino que existe “per se”, Benedicto XVI constantemente nos invita a descubrir que el amor de Dios rige más allá de filosofías políticas, sociales o culturales. Dicho de otro modo, Dios no es una creación humana y la felicidad no se opone al sufrimiento, porque la realización perfecta de las aspiraciones humanas trasciende a sólo esta vida y estas circunstancias.
            En la muy reciente Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid, el Papa fue muy enfático al gritar a los jóvenes, casi con angustia, que “no pasen de largo ante el sufrimiento humano”.
            Ese sufrimiento que se constata en la injusticia diaria por la escasez y precariedad en la que viven miles de hermanos nuestros, quienes tienen un acceso marginal a los servicios básicos que garanticen en un mínimo la calidad de vida y que se traduce en hambre, desnudez, enfermedad; realidades ante las cuales nuestra indolencia es una bofetada a la caridad cristiana.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es mucho más que proclamarle Señor con la palabra o creer en el corazón que él es el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Tomar la cruz y seguir a Jesucristo es vivir la dimensión social-comunitaria de la salvación. La cruz no es sólo una realidad personal. En la cruz de Cristo, que es la nuestra, estamos clavados todos.
El seguimiento de Jesús es mucho más que una decisión y una realidad personal. Es una realidad eclesial. A Jesús se le sigue con la cruz en la Iglesia, cargando no sólo nuestras propias debilidades, miserias y limitaciones sino, necesariamente, cargando la historia de nuestros hermanos, siendo solidarios con ellos, compartiendo el pan y el vino, el techo y la cobija.
Cargar la cruz y seguir a Cristo, siendo una iluminación de la fe, es una decisión de la voluntad libre que nos compromete con la humanidad toda. Por ello la cruz es el más ecuménico de todos los signos que la semiótica de Dios nos ha regalado, porque la cruz no es un misterio de tolerancia sino un misterio de amor, en cuyos brazos se dibuja la perfecta convivencia humana.
Reducir la cruz a un sentido meramente católico la hace ser excluyente. La cruz es un signo de humanidad.
Cuando Cristo nos llama a cargar nuestra cruz y seguirle, nos esta llamando a cargar nuestra historia y la de nuestro prójimo, a reconciliarnos con ella. Nos está llamando a mirar con amor y gratitud nuestra vida y la de nuestros hermanos y a ver en ellas la propia historia de salvación como un don del Padre bueno, cuya presencia se hace palpable por hechos concretos. Descubrir esa presencia amorosa del Dios Padre en la historia personal es un reto que hemos de enfrentar para que nuestra vida tenga un sentido salvífico.
Por Alberto Gutiérrez.

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